¿Dónde está o cómo se ve la línea que separa nuestro yo real del que hemos creado en el universo digital?
Muchos de nosotros pasamos el mayor tiempo del día, si no es que todo, inmersos en el mundo digital. Más ahora que tenemos nuestros negocios en línea y las relaciones sociales han migrado casi en su totalidad a interacciones con una pantalla de por medio. Básicamente, no eres, no participas, no amas y no existes si no estás online. La era digital suma, pero también consume.
Mantenerse humano en esta escalada digital es un reto constante que pide, sobre todo, una mentalidad entrenada. Es fácil verse seducido, y reducido, por la burbuja que cada uno puede construir de sí mismo frente a los demás: nunca somos más felices como cuando publicamos “nuestra vida”. Somos exitosos, consumimos mucho y de todo, somos sociales, divertidos, atractivos y muy afortunados, pero ¿cuánto de eso realmente somos?
En términos de consumo es a lo que Lipovetsky llama la felicidad paradójica; formamos parte de la sociedad del hiperconsumo, aquella en la que somos un nuevo tipo de consumidores a los que no nos basta la saciedad de una necesidad primaria. Ahora queremos experimentar plenitud, conocimiento, armonía interior, confort y experiencias, y las queremos ya, sin esfuerzo y por todos los medios. Esta búsqueda ávida de lo mencionado nos vuelve acumuladores de placeres y de pequeños instantes de felicidad ¿Y dónde los encontramos? En lo que consumimos, también, en la vida digital. Por ello es que la expansión del ‘mercado del alma’, término acuñado otra vez por Lipovetsky, ha crecido de manera importante, pues prácticas de espiritualidad, crecimiento personal o mindset resultan en una promesa para recuperar la dimensión del ser y experimentar la felicidad interior.
¿Qué tiene qué ver esto con ser-humanos? Pues con la paradoja de la que habla Lipovetsky: accedemos a todo como consumidores conscientes, responsables con el ambiente (en el mejor de los casos); analizamos, reflexionamos y comparamos; sin embargo, nunca antes hemos estado más desolados, desconfiados e inseguros empujados por la idea de pertenecer a lo que el mundo dicta que debemos pertenecer: ser activistas, veganos, cabezas de movimientos sociales, protectores de los animales, emprendedores y un largo etcétera que nos vuelve snobs del “buen vivir”. Ahora más que nunca tenemos acceso a todos los tipos de bienestar pero creamos pocos vínculos, nos aislamos más y nos alejamos de nosotros, de nuestra verdadera esencia, por cumplir con el arquetipo del humano deconstruido, deportista, responsable, inteligente y atractivo.
Volver a ser humanos tiene más que ver con un ejercicio de replantear nuestras prioridades y con vivir espacios íntimos sin tener encima el ojo de los demás. Podemos tener momentos de felicidad sin necesidad de compartirlos. La vida también ocurre en la intimidad. De lo que consumimos y compartimos en el espacio digital tenemos la responsabilidad de cuestionarlo todo: qué verdaderamente nos nutre, qué de lo que tomamos es necesario para nuestra vida, qué nos construye, nos da satisfacción genuina y nos acerca a quien deseamos ser. Es retomar un poco la visión de los estoicos y dirigir nuestra vida a partir de la virtud, ahí radica la felicidad del ser humano: siempre en el ser y no en el consumir o diseñar una vida que muchas veces no nos pertenece.
Si replanteamos para nosotros mismos lo que nos es importante, los estímulos de fuera, la sobreexposición en el mundo digital, la economía del tiempo, el fenómeno de la inmediatez y las recompensas que obtenemos de este no serán más que una manera de vivir la época de la que somos parte porque estaremos claros en lo que forma nuestro centro: nuestro propósito, nuestro sentido de contribución y nuestra mejora constante en lo individual para el colectivo. Podemos apelar al mercado del alma del que habla Lipovetsky e integrar a nuestra rutina prácticas que nos desconecten de la esfera digital y nos reconecten con nosotros, como la meditación, la lectura o la espiritualidad. Tener espacios limpios de estimulación digital nos da claridad de la persona que somos; nos permite observarnos sin juicio y sin comparativa frente a los demás y nos deja valorar lo que sí tenemos. El presente es una forma de oración, dice otra autora.
Construir una vida digital con dinámicas apegadas a herramientas tecnológicas puede esclavizarnos sin darnos cuenta y es por ello que vivimos en una constante reacción ante todo porque no nos vemos de tal manera o no tenemos tal vida o no nos ocurren tales eventos, etc; entonces reaccionamos para cubrir eso que creemos que necesitamos. Aparece también el FOMO –fear of missing out-, el miedo y la ansiedad a perdernos de momentos que ocurren en el terreno de lo digital, como si ese tipo de gratificación alimentara nuestro ser.
La era digital será por mucho tiempo el contexto en el que se desarrolle nuestra vida laboral, social y personal, pero es nuestra elección saber hasta dónde dejamos que todo lo que somos se configure a partir de ella. Un buen ejercicio es comenzar a dejar de ver el celular como una extensión de nosotros u otra de nuestras extremidades. Es una herramienta para un fin establecido, tu vida ocurre fuera del celular. Ahora, ¿despiertas con la alarma del celular y al despertar es lo primero que vez? Compra un despertador. Así es. Dormir con el celular en la habitación y que lo primero que entre a tu cabeza por las mañanas sean notificaciones, mails, mensajes de trabajo y más, es sofocante; además, te prepara para la catástrofe porque estás listo para reaccionar ante lo que lees y ves. No le das tiempo a tu mente y a tu cuerpo de prepararse para enfrentar el día, sino que vas apagando los fuegos de tu celular. Haz el ejercicio de dejar el celular afuera y no tocarlo hasta la hora en que comienza tu jornada laboral. Hasta entonces, crea una rutina contigo: journaling, meditación, ejercicio, baño y desayuno. Notarás cómo tu día cambia.
Mantenernos humanos en un mundo digital es posible en la medida que evaluemos nuestros consumos, valoremos las experiencias los unos con los otros, vivamos sin prisa, procuremos la curiosidad, replanteemos nuestra definición de éxito, dejemos de mirarnos el ombligo y nos apasionemos tanto por contribuir a dejar el mundo mejor de lo que lo encontramos.
Marta Ro.